Por Guillermo Cifuente
“Todos los grandes cambios empiezan con reflexiones inútiles” Slavoj Zizek
Lo primero es ponernos de acuerdo con el concepto. La idea de ruptura que rescato es la de la interrupción de un proceso, de una secuencia. Nada que ver con asociarlo a quema de gomas ni a acciones fuera de la legalidad y todo que ver con la selección de los aliados, con los contenidos creíbles de las aspiraciones de fin de la impunidad y de la corrupción. Lo cierto es que el proceso que es necesario interrumpir ya tiene 57 años e insiste en repetirse para dar vida a una continuidad desconsolada que solo conduce a más de lo mismo, a repasar las mismas notas de la única canción que parece conocer el coro.
No hace falta ir mucho más allá del sentido común para reparar que la carta presidencial colocada en el primer plano esta última semana ponía una tensión innecesaria a la escasa institucionalidad vigente.
Aunque el régimen post trujillista opera mediante esos recursos con frecuencia, es difícil encontrar -y vuelvo a la política comparada- mensajes al Congreso como el del miércoles pasado.
Un antecedente inolvidable es el que se produjo durante la discusión de la Ley General de Presupuesto, para el año 2011, en que los legisladores del partido oficial fueron convocados al Palacio Nacional, para que desconocieran especialmente el cumplimiento del 4% que establecen la Constitución y la Ley de Educación y que, nuevamente, el proyecto de ley de presupuesto no tomaba en consideración.
Una de las características más importantes del Sistema Político es la forma en que se relacionan los poderes del Estado. Tan importante es que le da el carácter al régimen político. Ya Aristóteles proponía que el poder concentrado se convierte en tiranía y esa concentración se manifiesta en que uno de los poderes comienza a dominar el quehacer de los demás poderes. Esta situación, por demás frecuente, es un indicador muy claro del estándar democrático y de quiénes aspiran a mantenerlo, disminuirlo o avanzar en la construcción democrática.
Un recurso manido de la continuidad trujillista-balagueriana es bajarle el perfil a las frecuentes faltas a la constitucionalidad o a la ley. El argumento preferido son presuntos bienes superiores como el consenso, al que se aspira llegar en un aposento repleto de personajes sin representación alguna y que se sostienen por efectos de la pertenencia a la élite, cuyo cordón umbilical con la dictadura no puede ocultar ni el tiempo, ni los resultados.
La cosa se fue tanto de las manos que hasta el presidente del Senado debió explicar que no se entendió bien lo que significaba “comisión bilateral”. Da la impresión de que sí se entendió, pero que era impracticable y eso es un avance. Entonces, a otra cosa mariposa.
En la identificación de estas continuidades sombrías aparecen cada cuatro años las mismas ideas pero a las que les falta el componente “estratégico”: la ruptura.
Estamos en las puertas, pues faltan dos años para las elecciones, de la aparición de “ciudadanos sin ambición de cargos” que tratarán de hacer lo que la Convergencia no logró en 2014 y cuya posibilidad de revivirla está absolutamente negada porque varios de sus integrantes aprendieron que hay gente en la que no se puede confiar, ni tampoco pactar. No tardarán en aparecer nuevamente, como siempre y como investidos para el fracaso, ex funcionarios de gobiernos del PRD, llamando a los que no desean e invitando a los que no quieren, ni esperan. Y como parten de un grave error de diagnóstico, terminan en una suerte de alucinación, llamando a la “unidad”.
¿Dónde está el error de diagnóstico? En creer que los resultados de la elección del 2016 –y se pueden incluir anteriores- se explican porque la oposición participó dividida. Haría falta que alguien lo comprobara, a mí no me toca.
Respecto a la oposición, en el momento actual está claramente dividida en tres sectores. El primero está tratando de llevar agua al molino de Leonel Fernández con el concurso de probados políticos poco democráticos y de otros sin mucho talento. El segundo -que podríamos denominar como el tradicionalismo perredeísta- con su hambrienta intención hegemónica nunca ha querido unidad sino que los apoyen y anda cometiendo a través de sus bocinas (las hay no gubernamentales) “hipoliticidios” diarios, olvidando que el ex presidente es parte importante de este sector y tiene a su haber algo que los “hegemónicos” olvidan: es el que ha tenido el mejor desempeño electoral (2012) y sin “unidad de la oposición”. Si quiere usted ver la otra cara, para que confirme que todo esto es definitivamente estrafalario, el peor desempeño electoral de este sector lo exhibe el “candidato único”.
Finalmente, entre las organizaciones políticas opositoras tenemos a quienes no están por creerles ni por apoyar a quienes ya se les conocen sus prácticas y sus mañas. Aspiran a la construcción de “alternativa” en la que no caben los que son parte del listado del horror, por lo menos dirigiendo. Este sector no es especialmente de leer grandes teóricos o exquisitos ideólogos: encontraron la publicación de Participación Ciudadana “La corrupción sin castigo”, “Casos denunciados en los Medios de Comunicación 2000-2013” y confirmaron que las listas de nombres allí reunidas son lo más parecido al padrón de los cuatro partidos tradicionales. De los cuatro.
Aún cuando en períodos pre electorales es frecuente la aparición de “hombres buenos” (casi siempre hay pocas mujeres), sus intenciones desaparecen cuando ante la cercanía de la elección el protagonismo lo asumen quienes deben tenerlo: los partidos políticos.
Con todo, es lamentable que los esfuerzos de estos ciudadanos obliguen a muchas preguntas, pues hay una certeza que nadie puede ocultar ni desmentir y es que entre los camuflados siempre hay uno o más aspirantes a candidatos presidenciales, aunque solo se lo admitan a sus íntimos, para no impedir que “caiga el mango”. En este grupo podemos encontrar a viejos ex funcionarios a veces avergonzados por las compañías que tuvieron cuando desempeñaron sus cargos y que se sienten impedidos por la edad para conseguir nuevos y mejores camaradas. A lo máximo que llegan es a proponer iniciativas plurales, donde caben todos. Hay gente que cree que eso se llama oportunismo.
En fin, que lo que viene en el itinerario -lo conocemos por repetido- es el llamado imperativo a la “unidad”. Nunca la han conseguido pero sirve para ponerle algo de épica a todo esto. Lo último antes del fracaso es la palabra mágica: concertación. Esta vez, como todas las anteriores, la presentarán con el tufillo romántico de la Concertación chilena, que permite que la promuevan los que no la conocen y que con seguridad, si el destino los hubiera instalado en el Chile del 1988-1989, la hubiesen hecho más difícil.
De tanto escuchar la frase “No aprenden de Chile” y otras similares, ya me convencieron: hablemos de la Concertación chilena. Así que me pongo “alante” y propongo que hagamos un ejercicio comparado.
El antecedente es la Concertación de Partidos por el NO, creada para enfrentar el plebiscito de octubre de 1988. Así, con esa primera iniciativa, en plena dictadura (el último asesinato en una calle del centro de Santiago fue en septiembre de 1989 cuando doce balazos acabaron con la vida de Jécar Nehgme), se marcó el retorno de la política. Para la comparación ahora nos importa el paso al segundo plano de iniciativas “ciudadanas” como fueron la Asamblea de la Civilidad, el Grupo de los 24, el Movimiento Social de los Derechos Humanos y acuerdos políticos como la Alianza Democrática. A quienes creen que es posible el endoso de apoyos de la “Marcha Verde” a alguna candidatura en el 2020, la experiencia chilena de ese tiempo, y la actual, dicen que les va a ir mal. Los dirigentes sociales con vocación política (ojalá haya muchos) no tienen más alternativa que buscar en alguno de los tres sectores de la oposición que hemos identificado.
Pero vamos con el candidato único. Luego del triunfo del NO, en febrero de 1989, se funda la Concertación de Partidos por la Democracia con el objetivo declarado de apoyar un candidato común y listas unitarias a las elecciones legislativas. No hubo lista única para las legislativas y en el proceso de selección del candidato estaban disponibles R. Lagos, E. Silva Cimma y J. Hales que podían ser asociados a la derrocada Unidad Popular y a la izquierda. El acuerdo político concluyó que el candidato sería un militante de la Democracia Cristiana por su “mesura ideológica”o, en buen chileno, porque sería más digerible para la derecha militar. Así tocó a la Democracia Cristiana definir su candidato entre Aylwin, Frei Ruiz Tagle y Gabriel Valdés, este último un militante en la lucha por la democracia y gran protagonista de innumerables movilizaciones sociales desde 1983 y que había formado parte de los democristianos que nunca apoyaron el Golpe de 1973. El tema se dilucidó en forma algo más que bochornosa con el escándalo conocido como el “Carmengate” (Carmen es el nombre de la calle donde estaba la sede de la Democracia Cristiana) que favoreció a Aylwin gracias a una falsificación del padrón. Pero para nuestro ejercicio de política comparada ese aspecto solo es relevante para que se enteren los románticos del fraude, lo que sí importa es el por qué se optó por un candidato demócrata cristiano. Al mayor favor de la derecha se debe sumar una izquierda todavía derrotada, con grandes sentimientos de culpa y muy segura que a pesar de ser la mayoría de la oposición, no podría triunfar. Agréguese a eso que un buen número de demócrata cristianos no votarían por un candidato de izquierda. Y aquí es donde está el nudo gordiano de la experiencia dominicana: mientras los perredeístas (en cualquier versión) no asuman, como lo hizo la izquierda chilena en 1989, que ganar una elección es para ellos un asunto demasiado cerca de lo imposible, la posibilidad de una concertación no es viable. Los perredeístas puede que sean más, pero no van a sumar las confianzas necesarias para llegar –eso es lo que descubrió primero Vargas Maldonado. Es cosa de revisar fotos de la dirigencia de ese partido para entender esto. Todo el que vea esas fotos encontrará de inmediato los invernaderos, las tarjetas de crédito o los famosos planes de modernización del transporte público, los célebres RENOVE. A todo ello podrán ahora sumar las dudas que se mantienen sin respuesta acerca de su convención y que anuncian lo que viene para la elección del candidato ¿único?
En 1989 Aylwin obtuvo el 55,17% de los votos y toda la oposición a Pinochet consiguió en las elecciones legislativas 56,8%. Pero de esos porcentajes obtenidos por su candidato presidencial y por la Concertación, a la Democracia Cristiana solo le correspondieron un 25,99%. Estos números comprueban que el argumento del partido mayoritario no se utilizó en Chile. El acuerdo político se basó en la idea de elegir al candidato que “pudiera ganar”, asunto que no parece estar entre las preocupaciones de los tutores de acuerdos.
Una buena alternativa para la presumida unidad de la oposición podría comenzar con que participaran en sus aprestos solo aquellos que estarían dispuestos a apoyar un candidato de un partido distinto al propio. Así fue como lo hizo la izquierda chilena en 1989 con los resultados que motivan tanta admiración entre quienes promueven por aquí esa experiencia. Pero quizás la admiración se mantiene precisamente porque no se han dado cuenta de la renuncia obligatoria que deberían hacer aquellos convencidos de que van a ganar aún cuando claramente se puede ver que no lo van a conseguir. Mucho menos podrán lograrlo si siguen atrincherados en propuestas por demás amarillentas por el tiempo y el desuso. La gente marca su preferencia por la confianza en el candidato y eso ni lo tienen ni lo tendrán los hegemónicos.
Entonces, si de ruptura se trata, son muchas las cosas que habrán de romperse todavía.